«... En mi vida todo está en el mismo sitio en que la dejó la pasión de un hombre que se dedicó a crecer demasiado hacia lo alto sin percatarse de que lo preciso, y lo precioso, era crecer hacia dentro...»
Tarancón, 24 de diciembre de 2009, a la una y cuarto de la madrugada.
Caro amigo:
A ciertas horas de la noche, las manos suelen adentrarse en la biblioteca como aquellos siervos de confianza a los que su Señor ordenaba colgar un farolillo rojo en la puerta de la concubina que había elegido para amar y despertar de nuevo en los primeros instantes del amanecer. Al modo de una aparición que recorre la oscuridad de los pasillos de mi casa, el siervo ha puesto esta noche oscura su farol en los lomos de Fugaz y de tus Días rotos, y en las espaldas de tu maravilloso Retrato de Gustav Mahler en su último regreso a Europa. Libros redentores, Juan Ramón, poemas para la recapitulación y para el retorno.
Me he arrojado sobre sus versos como un pesado fardo de linfas y de sangre que alguien hubiera dejado caer desde su ventana. No ha sido, como otras muchas veces, la necesidad de confortar mi espíritu por las pocas joyas cuyo brillo he podido rescatar -como editor- del sopor y del silencio. Tampoco el gesto de un hombre sorprendido de pronto por las lluvias torrenciales de la melancolía. Ni siquiera la necesidad terrible de estar junto al amigo, mano a mano y Dios mediando en la cocina con una copa de orujo, "sentados frente al mundo, pequeños y solos", en torno a una taza de café caliente.
En realidad, Juan Ramón, no he sido yo, sino él, el que se ha ofrecido como una rada antigua para que yo pudiera guarecer mi barco, desde cuyas sentinas llevo tiempo percibiendo tan sólo el rumor de la extinción y de la renuncia.
Y es que también me pregunto como Mahler en esta larga noche –en esta demasiado larga noche- por quién contemplará las obras que sólo para el viento quise…Por eso he abierto tus poemas, Juan Ramón, porque mi voz ha cesado; porque mi voz no es otra que “la voz alta de quien ya no oye nada” salvo esas notas de deserción que se arrojan sobre mí con la vertiginosa cadencia de una vetana que se cierra.
En mi vida todo está en el mismo sitio en que la dejó la pasión de un hombre que se dedicó a crecer y crecer demasiado hacia lo alto sin percatarse de que lo preciso, y lo precioso, era crecer hacia dentro. Te lo digo porque me he pasado la vida empeñado en escalar enormes montes, olvidándome de las pequeñas mesetas que podrían de haberme otorgado, de haberlas abrazado como abraza un hombre de tierra adentro, el privilegio de una dicha mínima y real.
Me pregunto ahora qué es lo que me condujo a pasarme días enteros a recopilar, estudiar y comprender la poesía a que dió lugar el Holocausto; me pregunto, también, las razones que me llevaron a participar, como editor, en la disolución de los mitos culturales y religiosos que separan a los pueblos de Israel y Palestina. ¿Una suerte de complejo de culpa heredado de otra vida? ¿Acaso la conciencia del dolor del mundo como el origen de mi insatisfacción, incurable e infinita? Soberbia, Juan Ramón, soberbia; la soberbia de quien se creyó capaz, como la burra de Giotto, de soportar a solas el peso del mundo sobre sus espaldas, y de acarrearlo sin descanso ni demora, al modo de un escueto Sísifo, a las cimas de una salvación imposible…
¿Qué queda de ese “subidor montanyas” del que habla nuestra querida Margalit Matitiahu?
Un hombre que necesita acogerse a sí mismo con un poco de piedad.
Un hombre que ha perdido la voz y no acierta a saber adónde cojones ir para encontrarla.
Las "notas de una deserción".
Los "sonidos de una clausura".
"La cadencia de un postigo que se cierra"...
Tuyo.
Carlos.
Postdata.- Mañana iré a tu casa con un queso. ¿Pones tú el vino?
Eran otros tiempos, verdad, Juan Ramón? |