Mi querido Pedro Gilles:
Mucho que me avergüenza enviarte, con el retraso de casi un año, este librito sobre la república utopiana. Sin duda lo esperabas en el plazo de seis semanas. Sabías, en efecto, que no me quedaba nada por inventar ni ordenar en esta obra. Sólo me faltaba redactar lo que tú y yo juntos habíamos oído de labios de Rafael.
No había tampoco razón alguna para pulir el estilo. Primero, porque era imposible reproducir la palabra de un hombre que repentizaba e improvisaba. Y después, lo sabéis muy bien, porque su léxico era más bien el de un hombre menos versado en latín que en griego. Mi única preocupación era y sigue siendo que cuanto más me acercase en el decir a su descuidada naturalidad, más cercano estaría a la verdad.
Confesaré, pues, mi querido Pedro, que después de todos estos preparativos ya no me quedaba casi nada por hacer. No ignoras que la invención del tema y su disposición son suficientes para ocupar el tiempo y la dedicación de cualquier espíritu brillante e ilustrado. Si además hubiera de añadir la elegancia al rigor del lenguaje, te confieso que jamás habría rematado mi intento, por mucho tiempo y dedicación que te hubiere consagrado.
Libre ya de estas tensiones que tanto hacen sudar, era mínimo lo que me quedaba. No tenía, pues, dificultad alguna para escribir con sencillez lo oído. Y sin embargo, todas las demás cosas parecen conjurarse para no dejarme un momento, ni siquiera un momento cuando trato de acabar este asuntillo. No hay día que no tenga que defender pleitos o asistir -a ellos.
Unas veces hago de árbitro, otras las resuelvo como juez. Visito a unos y a otros tanto por compromisos como en función de mi cargo. Paso casi toda la jornada fuera de casa. Y el resto lo dedico a los míos, sin que para mí, es decir, para mis aficiones literarias, me quede nada.
Una vez vuelto a casa hay que hablar con la mujer, hacer gracias a los hijos, cambiar impresiones con los criados. Todo ello forma parte de mi vida, cuando hay que hacerlo, y hay que hacerlo a no ser que quieras ser extraño en tu propia casa. Hay que entregarse a aquellos que la naturaleza, el destino o uno mismo ha elegido como compañeros. Y te has de comportar con la mayor amabilidad, atento siempre a no corromperlos por una excesiva familiaridad. Y, si de criados se trata, evitar que una demasiada indulgencia, los convierta en señores.
Así discurren los días, los meses, los años. ¿Cuándo, pues, escribir? Y hazte cuenta que no he mencionado el sueño, ni siquiera la comida, que para muchos consume tanto tiempo como el sueño. ¡Y éste roba casi la mitad de la vida!
En cuanto a mí, sólo dispongo del tiempo que hurto al sueño y a la comida. Y esto, que aunque poco, es algo, ha hecho que terminara al fin Utopía. Ahí te la envío, mi querido Pedro, para que la leas y me digas si algo se me ha pasado por alto, Pues aunque sobre este punto no desconfío totalmente de mí -ojalá tuviera algún talento y saber, pues memoria no me falta- no llego, sin embargo, a creer que no se me haya podido escapar algo.
Mi paje Juan Clemente me ha dejado muy perplejo. (Sabes, en efecto, que él también asistió a la conversación. No consiento que esté ausente de una conversación de la que puede sacar algún provecho. Pues de este tallo de trigo todavía verde en las letras griegas y latinas, me prometo algún día una cosecha extremadamente hermosa.) Creo recordar que Hitlodeo nos dijo que el puente de Amaurota, que atraviesa el río Anhidro, tenía quinientos pasos de largo. Mi paje Juan pretende que hay que quitar doscientos, pues la anchura del ríoen este lugar no pasa de los trescientos. Recuerda este detalle, por favor. Pues si tú estás de acuerdo con él, yo me plegaré a vosotros y reconoceré haberme equivocado. Pero si no te acuerdas ya de nada, me atendré a mi primera redacción, que me parece más conforme a lo que yo recuerdo. Trataré con todas mis fuerzas de evitar que el libro diga algo falso. Por tanto, caso de dudar en algún punto, prefiero decir una mentira a mentir, pues prefiero ser honrado u honesto a prudente. De todos modos, no será difícil poner remedio, si se lo preguntas a Rafael, bien de viva voz -si todavía está por ahí-, bien por carta. -Y harás bien en hacerlo, a causa de cualquier otro detalle, y que ignoro si su falta se debe a mí, a ti o a Rafael. No se nos ocurrió preguntar, ni Rafael pensó en decírnoslo, en qué parte del Nuevo Mundo está situada Utopía. Daría mi modesta fortuna para que no se produjera tal omisión.
Y me avergüenza no saber en qué mar se encuentra una isla sobre la que doy tantos detalles. Pues varias personas de estos pagos -y sobre todo un hombre piadosísimo, teólogo de profesión- arden en deseos de dirigirse a Utopía. Les arrastra no una vana curiosidad de ver cosas nuevas, sino el deseo de despertar nuestra religión que tan buenos comienzos tuvo allí. Para proceder canónicamente, este nuestro teólogo pidió del Pontífice ser enviado y nombrado obispo de los Utopianos. No se paró en barras ante el escrúpulo de solicitar para sí mismo este episcopado. Considera como una santa ambición un proyecto nacido no del deseo de honores o de riquezas, sino de una profunda piedad.
Por todo esto, te ruego, mi querido Pedro, insistas ante Hitlodeo, sea de viva voz, si lo puedes hacer fácilmente, sea por escrito, si está ausente, para que por todos los medios, mi obra no contenga error alguno, ni le falte nada de verdad. Me pregunto incluso si no seríaútil presentarle el libro. Nadie más indicado que él para realizar las correcciones pertinentes. Y sólo podrá hacerlo leyendo lo que he escrito. Por ello, podrás saber además si le agrada mi idea, o si no ve con buenos ojos el que yo haya escrito esta obra. Quiero decir que si se ha decidido a escribir la historia de sus aventuras, quizás no quiera -y yo tampoco lo querría- que yo divulgue los secretos de la república de los utopianos o que estropee su historia privándose de la gloria que reporta la novedad.
Aunque, a decir verdad, ni yo mismo estoy muy seguro de quererla publicar. Pues los paladares de los mortales son tan distintos, sus molieras tan torpes, los espíritus tan desagradecidos y los juicios tan absurdos, que no me parece descaminado imitar a aquellos que mantienen su buen humor y su sonrisa abandonándose a su inclinación natural. Seria mejor que imitar a los que se molestan por publicar algo que pueda ser útil o agradable a seres ingratos y que no se contentan con nada.
La mayoría no conoce la literatura, y muchos la desprecian. El bárbaro rechaza como difícil lo que no es totalmente bárbaro.
Los sabihondos desprecian como vulgar lo que no está sembrado de arcaísmos. A algunos sólo les gustan las obras clásicas, y, a la mayor parte, las suyas propias. Este es tan sombrío que no admite bromas; aquél tan insulso que carece del sentido del humor. Los hay tan tomos que huyen -cual perro rabioso del agua- de todo lo que sabe a humor. Otros son tan inestables que su juicio cambia de estar sentados a estar de pie.
Estos se sientan en las tabernas, y entre vaso y vaso emiten sus juicios sobre el talento de los escritores. Desde lo alto de su autoridad y a su antojo los condenan y dan tirones a sus escritos, como si les tiraran del cabello. Mientras tanto, ellos están bien resguardados y, como dice el proverbio, «fuera de, tiro». Pues estos hombres tienen la piel tan fina y tan afeitada que no les queda ni un pelo por donde se les pueda coger.
Hay, finalmente, seres tan desagradecidos que aunque la obra les deleite mucho, su autor les deja indiferentes. Se parecen a esos invitados mal educados, que, después de haber comido opíparamente, se van de casa hartos sin dar las gracias a su anfitrión. ¡Y ahora disponte a preparar un banquete a tus expensas para gente con un paladar tan delicado, de sustos tan variados, y de corazón tan sensible a la gratitud y al recuerdo de las atenciones!
De todos modos, mi querido Pedro, trata con Hitlodeo lo que te acabo de decir. Tendremos tiempo después para revisar este proyecto. Aunque se hará, si este es su deseo, y, aunque tarde lo veo ahora, tenga que morir por el trabajo de redactarlo. Por lo que respecta a editarlo, seguiré el consejo de los amigos, y sobre todo el tuyo.
Adiós, queridísimo Pedro Gilles. Mis mejores deseos para ti y tu excelente esposa. Quiéreme como me quieres, pues mi cariño por ti es mayor cada día.