Hay que
dejarse caer en la entrañable mugre. ¿De qué sirve refundar el diccionario si
el lustrabotas no sabe leer? ¿Para qué escribir acerca de lo que no se ama
con una intensidad que calcina los huesos?
Mi pelo
entró en combustión hace años. Hace años que estoy en guerra. Puede amarse a un
padre que jamás se ha visto, puede verse a alguien que está muerto en las
múltiples señales que su lengua ha dejado, puede tocarse a alguien que no se ha
visto y está muerto. Te declaré mi padre sin hijos, para no resbalar y que mis
rodillas sangraran sin parar y sin vendas a la vista. Necesitaba
un hombre-faro que aullara intransigente hasta pocas horas antes de que las
llantas de un auto le reventaran la cabeza en una playa. No he dejado de
amarte. Mi amor besa tu boca infatigable para perpetuar tu voz y para que mi
boca no se pudra, como una flor sedienta y lumpen que languidece sin que nadie
se entere, en el baldío donde arrojan los desperdicios. Esta herética boca, mi trampa mortal y
mi liberación en proceso continuo. ¿Cuándo se acabará la noche? Los lobos
refinaron sus mecanismos de tortura pero la prótesis es tan barata que se cae
al instante y revela la brutalidad del operativo.
Los que
compramos las baratijas nos callamos. Es el mutismo deliberado y maloliente de
los cómplices. Los que vienen al mundo para saber que ni siquiera les tocará
una baratija en el reparto, callan porque la urgencia es el pan del día
siguiente. Es el silencio de los que suben al tren con la mitad de los dientes
y terminan reclutados como clientela fija de las cárceles. O de los sumideros
personales. El sufrimiento adjudicado en la línea de partida no se enteró del
concepto de globalización. ¿Cuántos desharrapados toman Coca-Cola en India? Ay,
yo no sé dónde está Jesús. Lo he intuido en los ojos de mis perros, que no
comen de los platos de Saló. Pero puede que solo sean los ojos de mis perros y
eso me bastaría. Esa simplicidad elemental que lame mis cicatrices hasta el
amanecer. Me bastaría la furia desencadenada del mártir, elegido contra su
voluntad. Te designé mi padre porque supe que, a diferencia del mayúsculo y
tantos otros filicidas, no me abandonarías. Necesitaba una oveja negra que
inquietara a los altos mandos y me diera las cartas usualmente perdedoras, que
atraviesan mi pecho como una aguja de plata.
Sos una
preciosura. No intentaré redimirte de tus cacerías como mi empecinada Callas.
Hay que dejarte ser. Hay que dejarse caer en la entrañable mugre. ¿De qué sirve
refundar el diccionario si el lustrabotas no sabe leer? ¿Para qué escribir
acerca de lo que no se ama con una intensidad que calcina los huesos? Que mis
huesos sean arrastrados por tu viento impúdico, hacia la fosa común de los
perseverantes. Si pudieras ver esta violeta que se abre lentamente en la
madrugada insomne, como una criatura misteriosa y resuelta… Te fascinaría su
diminuto resplandor y su obstinación en nublarte los ojos, aunque dure un
verano.
La
naturaleza es amoral y seguirá adelante sin nosotros. En su brutal indiferencia
reside la atracción irreprimible con la que nos imanta. Aparecen relojes de
plástico y cámaras fotográficas sumergibles en el estómago de los osos y los
tiburones. Los animales no saben lo que hacen cuando matan. Nosotros, sí. En el Cimitero Acattolico de Roma te
imaginé de pie frente a la tumba de Gramsci, asediado por las asignaturas
pendientes. Con las cenizas de Gramsci escribiste poemas ignífugos que a mí me
serenaron. Tu rabia aquieta la trepidación de las hormigas en mi cabeza. Tu
poesía salvaje en forma de rosa. Tu mejor juventud. Que piensen lo que quieran.
Que nos despidan de las instituciones. Que nos ignoren en las academias. Que no
sepan jamás que la vida nos resultó demasiado corta para tanto milagro
escondido entre la podredumbre.
Me tiran del pelo sin cesar.
Me tiran del pelo sin cesar.
Terminó
por prenderse fuego. Quieren que use un reloj que mañana pasará de moda y que
saque fotos de estériles arrecifes de coral, en una isla sin tesoros ni buques
naufragados, arrasada por el turismo que toca la inútil superficie de las
cosas. Quiero quedarme en casa pero no puedo. De algún modo tengo que salir. El
lustrabotas desconfiará de mí y me pondrá un revólver en la sien, exigiendo el
reloj y la cámara de fotos, para revenderlos a menos de la mitad de su valor en
el mercado negro. Tendré que comprenderlo. Tendré que ponerme en su lugar.
¿Para qué nací si no sé cambiarme los zapatos? Debo ir hacia abajo, cada vez
más abajo. A los baños de las estaciones de tren, a las zonas prohibidas, a la
conjugación del dialecto de los desesperados. Estoy intentando soltarlo todo.
Me enseñaron a tener, guardar y destruir. Que las chispas del pelo lleguen a
mis manuales, para emanciparme del veneno cotidianamente declinado como un
axioma y ejercitarme en la radicalidad de tus actos impuros, que no podrían ser
más puros ni más tiernos.
Habrá
que hacerlo de a poco. Agitar desde adentro, especializándose en la detección
de los intersticios. Explorar las fisuras. Dispararle a las malditas sirenas
que comen con las manos nuestro neurocórtex, mientras una baba lasciva chorrea
de sus labios. Te sigo en el desierto. En los temblores de la mitología, que
son los mismos que continúan haciéndonos temblar. Cuando la noche es un agujero
sin fondo que me succiona sin piedad el entusiasmo, recuerdo las escenas de tu
incandescente trilogía de la vida. Tu vocación de exhumar el goce y darle
rienda suelta hasta que el cuerpo se empape y se derrumben las teorías. Me
inyecto fotogramas de deseo. Todo deseo es político.
Te
recuerdo, también, jugando. Tu carrera lúdica sobre el césped, con una
modestísima camiseta de fútbol, es la demostración más evidente de que Saló no
puede cantar victoria. Como aquella pelota de la que habló Dylan Thomas, la
tuya todavía no ha tocado el suelo. Describe una curva que enciende mis ojos,
como la trayectoria de una bengala arrojada al mar. Si que hay que pernoctar en
una balsa, que así sea. Escupiremos a los transatlánticos. Tu mano me dará
calor. Ya guardé en la mochila la imagen de la rarísima flor, violeta, que ha
terminado de abrirse esta mañana. Las hojas que persisten en los tallos fueron
destrozadas por un temporal. No te diré que esta flor abierta en los escombros
te pertenece, porque estás en ella. Es tu retrato.
Que se
queden definitivamente con mi pelo. Que tironeen y crean que han conseguido
algo. El próximo verano volverá a crecer. Durante los años de combates
sucesivos, en los que lloverá sin darnos tregua, pongámonos la flor de los
barrios bajos, y la daga de decir que “no”, entre los dientes. Podría haberte
susurrado estas palabras al oído. Pero vivimos para escribir lo que vivimos.
Sello
esta carta con un mechón de cabellos incendiados. Mis
dedos rozan tus pómulos intactos. Dejo que tus palabras vengan a mí.
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© De la carta. Mariel
Manrique
En caso de
reproducción, rogamos se cite la autoría.
Mariel Manrique nació y vive en Buenos Aires. Estudió leyes e Historia. Escribe ensayos sobre literatura, cine y pintura para distintos medios de Argentina, Brasil y España. En 2009 publicó su primer poemario, La constelación de Andrómeda (Editorial Crack-up). Su segundo poemario, Rehenes, se encuentra actualmente en prensa. Mantiene los blogs http://pajarodechina.blogspot.com y http://putasdebabilonia.blogspot.com y, en italiano y con Ruth Llana, http://pensieriinvoloradente.blogspot.com. Su escritura posee la delicadeza del brillo afilado de una navaja de plata. Su tajo es perdurable, pero limpio. Y quema.