«… Ahora ya mis ojos no pueden reencontrarse con el vigor y la convicción de los suyos ni mi pasado se ensancha con la narración de una memoria de entusiasmo y de dolor que en nuestra conversación se hacía también mía, la de la Guerra Civil, la del exilio desolado, la del regreso silencioso en el 66. ..»
Querido Maestro Coromines,
Por estas fechas hace 30 años inicié la colaboración en su Diccionari etimològic i complementari de la llengua catalana, una obra que nos llevó a compartir larguísimas sesiones de trabajo durante un período que sería determinante en mi formación filológica, en mi relación con el lenguaje y, de hecho, en la conformación de mi carácter. Esos diez años vividos tan de cerca me enseñaron a escuchar la respiración de las palabras, a intuir el eco de sus orígenes, a saborear su historia generosa de metáforas, a adentrarme con usted, Maestro, por los vericuetos del alma humana en su afán por decir la emoción y el misterio, pero también a comprender que el esfuerzo persistente permite hacer realidad proyectos tan ambiciosos que se nos antojaban inalcanzables.
Cierro los ojos y volvemos a estar sentados en su casa de Pineda de Mar el uno junto al otro examinando y valorando las cédulas sobre etimologías, variantes dialectales y otros datos que conservaban el fruto de centenares de lecturas y excursiones atesorado en la imponente cajonera que tenía en mi despacho de su piso de Barcelona. Los cierro de nuevo y oigo el tecleo de sus dedos en la vieja Underwood mientras, calzado con sus imprescindibles chirucas, reposa sus pies que conocían tantas cumbres sobre una tabla de corcho.
Se me hace inevitable regresar a La vida austera, el ensayo que entre 190
5 y 1908 escribió su padre, Don Pere Coromines, fallecido en 1939 en su exilio argentino, para cicatrizar la herida dejada por la muerte del suyo, Domingo Coromines, y como plasmación de un ideal que anhelaba que su recién nacido hijo Joan pudiera encarnar. Y ciertamente, querido Maestro, no encuentro mejor síntesis de su forma de ser que la que expresan algunos de los fragmentos de La vida austera. Sirvan de ejemplo estas palabras en las que estoy seguro que se reconoce: “En la vida del hombre austero todas las cosas tienen un sentido, y todos los movimientos un íntimo anhelo, porque siendo toda ella una pura verdad, no hay energías perdidas en su acción.” Así era usted, Maestro. Así sigue siéndolo en mí, en su recuerdo.
Ahora ya mis ojos no pueden reencontrarse con el vigor y la convicción de los suyos ni mi pasado se ensancha con la narración de una memoria de entusiasmo y de dolor que en nuestra conversación se hacía también mía, la de la Guerra Civil, la del exilio desolado, la del regreso silencioso en el 66. Pocos secretos se quedaron en el tintero en nuestras excursiones por el Pirineo o el Montnegre, y el más importante del que no nos atrevimos a hablar ambos sabíamos que ya había dejado de serlo para mí. Sí, Maestro, sus poemas. La literatura estaba a menudo presente en nuestros diálogos y yo percibía que esa pasión iba más allá de la mirada del filólogo. Como un rayo en un día de ardientes transparencias me conmovió encontrar pocos días después de la muerte de Bárbara, su esposa, unos versos manuscritos que usted, Maestro, había dejado junto a una rosa seca y el retrato de Bárbara. “Oh dona de record immarcescible:/ abella, arrop! Que puny més quan no fibla; /encara hi tornarem per aquelles riberes?/ respirarem la flaire d’eternes primaveres?/ Oh somni! Si ets tan bell no pots esser impossible.” Años más tarde los vería aparecer disimuladamente, como si se tratara de un anónimo, bajo la entrada Marcir de su Diccionari. Y luego vinieron otros más, ocultos bajo las siglas J.C. o atribuidos a las Musas modestas. Los años transcurridos desde entonces no alejan el latido exaltado de aquellas noches de trabajo incesante, en las que vencíamos la fatiga preparándonos un zumo de pomelo, herencia de su etapa en Chicago, o mordisqueando chocolate amargo. Como entonces, nos seguiremos encontrando en las palabras.
Un abrazo antiguo, como lo empezamos a ser ya nosotros.
Carles
Un jovencísimo Carles Duarte juno a Joan Corominas, su hermano Albert, y el filólogo canadiense Joseph Gulsoy, en la puerta de su casa de Pineda.
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El filólogo y poeta catalán Carles Duarte (1959) tuvo la inmensa fortuna de colaborar con el ya fallecido Joan Coromines en la elaboración del Diccionario etimológico de la Lengua Catalana, un acontecimiento capital de la cultura en Cataluña. En él, el autor de El dios de la alegría evoca los trabajos de aquella aventura y declara su deuda con el Maestro, que ha sido fundamental en su trabajo como investigador y traductor y en el desarrollo de su propia y ya vasta obra literaria, que sólo en los últimos dos años ha dado lugar a Los inmortales (El Gaviero, 2008), Maríntim (Meteora, 2008), Pinceladas de luz (Arola, 2009), Arwad (Papers de Terramar, 2009), Vesteix la mirada (Pagés, 2009) y Ens mou la llum (Pagés, 2009).
Todas las fotografías, menos ésta última y la propia de Carles Duarte, fueron realizadas por Saül Gordillo.
Querido Carlos
ResponderEliminarQuiero felicitarte por este gran proyecto de recuperar la literatura epistolar, y por tu sabia elección a la hora de combinar la presencia de grandes santones de la literatura o de la política con voces cuya culminación esta cercana.
Un fuerte abrazo desde Jerusalén
Cecile Mahon.
Suele pasar que el tiempo compartido con las personas admiradas logra dejar en nosotros una huella profunda y un gran cariño.
ResponderEliminarBiko.
Cada nueva carta que nos ofreces, es entrar en un tiempo, en unas vivencias que dejan fascinada.
ResponderEliminarEliges con perfección cada una de ellas, y tanto leerlas como leer tus palabras finales es un lujo, que algunas veces sobrepasa el sentimiento.
Gracias por acercarme cada una de las letras.
Un beso, Carlos.