Así pues, querida Yourcenar, desde
donde ahora usted se encuentre le ruego que me conceda el derecho a decir lo
mismo que le fuera permitido al emperador Adriano al morir, para así saber que
hasta el final yo también fui amado... y pronunciar como él aquella oración que garantiza el
tránsito completo hacia lo que nos espera, habiendo dejado todo esto atrás: “Mínima alma mía, tierna y flotante, huésped y compañera
de mi cuerpo, descenderás a esos parajes pálidos, rígidos y desnudos, donde
habrás de renunciar a los juegos de antaño. Todavía un instante miremos juntos
las riberas familiares, los objetos que sin duda no volveremos a ver...
Tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos...”
Querida Yourcenar:
Déjeme llamarla así y no maestra, lo
cual sería exacto pero innecesariamente distante, tampoco Nuestra Señora de las
Letras, una precisa fórmula devocional que creo haber acuñado yo mismo entre
nosotros, así fuera tan natural y lógica como simplemente pensarla, pues ella
la alejaría todavía más de los modestos afanes que hoy, 8 de junio de 2009,
cuando se cumplen 106 años de su nacimiento, quiero confiarle. (...)
Una tradición oriental muy apreciable
y cercana para usted afirma que el adepto se hace a sí mismo, que no se le
convierte en tal. Así fue entre los dos cuando hace más de treinta años
encontré, en una librería de la ciudad de México que ya no existe, un libro
suyo de tapas negras publicado no casualmente por una editorial llamada Hermes,
dios de la escritura, y traducido al español, tampoco casualmente, por otro
gran escritor, Julio Cortázar: Memorias de Adriano. Fue entonces que me hice
adepto de su obra, primero, y luego de usted misma, pues nunca he podido ni he
querido disociar una de la otra. Comprendí entonces una vez más aquella
sentencia de Schopenhauer: “Todo encuentro casual es una cita”. La nuestra,
querida Yourcenar, aquella tarde se había cumplido. (...)
Tiempo después, al ir leyendo toda su
obra, llegaría a mis manos un libro de entrevistas hechas por Matthieu Galey,
Con los ojos abiertos, donde usted establecería el sentido de tal encuentro,
para mí trascendente, enseñándome el gran respeto que debe tenérsele al azar.
“Creo en esa aceptación de los objetos dados -respondió entonces-, y de la
vida dada, y que se la debe tomar tal como viene. Un escritor a quien mucha
gente negaría la calidad de filósofo, sólo porque se trata de Casanova, habla
con frecuencia de esa obediencia al destino, del amor fati. No emplea esa
fórmula que luego Nietzsche volvió solemne. Lo dice mucho mejor: sequere deum,
seguir al dios. Digamos entonces que “el dios” me llevó a América...”.
A mí, en cambio, habiendo nacido en
América, el dios me llevó hasta usted. Y debo confesarle, querida Yourcenar,
que dicho encuentro ha sido esencial para mi paso por este mundo, donde uno
llega como el viento y se marcha como el agua: podría dedicarme solamente a
releer sus obras en los años que me restan de vida porque creo fervientemente
que en ellas están depositadas todas las reflexiones necesarias, y acaso
ciertas respuestas esenciales, ante el misterioso asunto de haber estado
durante una vida aquí. (...)
Hablo entonces de una dura pedagogía.
La he leído a usted no tanto para aprender cómo escribir sino para constatar lo
que nunca podré escribir, las hondas meditaciones que su genio alcanzó. Y si
las urgencias compulsivas de una biografía definida como la de un escritor,
aquella que me ha tocado y que yo mismo, un tanto frívolamente, he construido,
no exigiera de mí engarzar palabras para mercer tal término designativo, me
bastaría con pronunciar a menudo la siguiente proposición suya para curarme
radicalmente de tal aflicción: “...en el fondo, sólo tengo un interés limitado
en mí misma. Tengo la impresión de ser un instrumento a través del cual han
pasado corrientes, vibraciones. Esto vale para todos mis libros, y aún diría
que para toda mi vida. Quizá para cualquier vida, y los mejores entre nosotros,
quizá son también sólo cristales conductores. Así, a propósito de mis amigos,
vivos o muertos, me repito con frecuencia la admirable frase (...) de Saint
Martin: ‘Hay seres a través de los cuales Dios me ha amado’. Todo viene de más
lejos y va más lejos que nosotros. Dicho de otro modo, todo nos rebasa, y uno
se siente humilde y maravillado de haber sido así rebasado y atravesado”.
Lección inmensa: todo está bien. Dios
me ha amado a través de sus páginas incandescentes, icásticas, imborrables, y
me siento humilde y maravillado por haber sido tocado con la gracia que alienta
en ellas. Tiene razón sobrada Borges, un hombre de letras cuya obra usted
asimismo admiraba: no me enorgullezco de lo que he escrito sino de lo que he
leído. Y usted, querida Yourcenar, es uno de mis irrenunciables orgullos. No
solamente porque a través suyo conocí y aprendí sobre el budismo, esa doctrina
del espíritu tan cara para los dos, sino porque, imitando su temple y gran
sabiduría, cuando yo muera confío en que algunos piadosos recuerdos vendrán
hasta mí para aligerar el paso, para estimular el tránsito, para reforzar mi
atención (un término axial que usted, además, convirtió en suprema técnica
literaria), para vivir aquello con pleno conocimiento, con el corazón en paz y
el alma serena. (...)
Así pues, querida Yourcenar, desde
donde ahora usted se encuentre le ruego que me conceda el derecho a decir lo
mismo que le fuera permitido al emperador Adriano al morir, para así saber que
hasta el final yo también fui amado humanamente, pues entonces pronunciaré, con
voz apenas audible pero con mente plena y agradecida, aquella oración que
garantiza el tránsito completo hacia lo que nos espera, habiendo dejado todo
esto atrás: “Mínima alma mía, tierna y flotante, huésped y compañera de mi
cuerpo, descenderás a esos parajes pálidos, rígidos y desnudos, donde habrás de
renunciar a los juegos de antaño. Todavía un instante miremos juntos las
riberas familiares, los objetos que sin duda no volveremos a ver... Tratemos de
entrar en la muerte con los ojos abiertos...”.
Sólo eso le pido, querida Yourcenar:
no es poco, pero no es mucho: ser una lámpara para nosotros mismos.
Fernando
Otras cartas de Fernando Solana Olivares
Otras cartas de Margarite Yourcenar
En
caso de reproducción, rogamos se cite su autoría.
3 comments:
Preciosa carta ésta también.... ^^
No, no existe la casualidad... Hermosa carta, con la hermosura de lo medular.
Un beso.
Como dicen, la carta de Fernando Solana Olivares, "no tiene desperdicio", las citas que hace son las justas por su gran carga de sentido, son además un aderezo poético muy necesario para la belleza del texto. Esas palabras de Adriano "Mínima alma mía..." siempre las he tomado en dos sentidos, el sentido que seguramente será el original y otro que tiene para mí. Gracias Carlos por lo cuidado que eres como "buscador de joyas".
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