Yo no formo parte de esa legión de españoles que al finalizar la guerra civil cruzaron los Pirineos cubiertos de nieve. Como mi amigo Enrique que tenía entonces once meses. Las barrigas secas, el espanto a borbotones buscaban la cima y huían del fondo de la furia.
París, 18 de marzo de 1971
Don Francisco Franco
Palacio de El Pardo
España
Excelentísimo Señor:
Le escribo esta carta con amor.
Sin el más mínimo odio o rencor, tengo que decirle que es usted el hombre que más daño me ha causado. Tengo mucho miedo al comenzar a escribirle: temo que esta modesta carta (que me conmueve de pies a cabeza) sea demasiado frágil para llegar hasta usted; que no llegue a sus manos.
Creo que usted sufre infinitamente; sólo un ser que tanto sufre puede imponer tanto dolor en torno suyo; el dolor preside, no sólo su vida de hombre político y de militar, sino incluso sus distracciones; usted pinta naufragios y su juego favorito es matar conejos, palomas o atunes.
En su biografía, ¡cuántos cadáveres! en África, en Asturias, en la guerra civil, en la postguerra...
Toda su vida cubierta por el moho del luto. Le imagino rodeado de palomas sin patas, de guirnaldas negras, de sueños que rechinan la sangre y la muerte.
Deseo que usted se transforme, cambie, que se salve, sí, es decir, que sea feliz por fin, que abandone el mundo de represión, odio, cárcel, buenos y malos que hoy le rodea.
Quizás haya una remota esperanza de que me oiga: siendo niño me llevaron a un acto oficial que usted presidía.
Al llegar usted, entre ovaciones, las autoridades le agasajaron.
Entonces una niña, preparada para ello, se acercó a usted y le tendió un ramo de flores. Luego comenzó a recitar un poema (mil veces ensayado)... Pero, de pronto, presa de emoción, se puso a llorar. Usted le dijo, acariciándole la mejilla:
–No llores, yo soy un hombre como los demás.
Yo no formo parte de esa legión de españoles que al finalizar la guerra civil cruzaron los Pirineos cubiertos de nieve. Como mi amigo Enrique que tenía entonces once meses. Las barrigas secas, el espanto a borbotones buscaban la cima y huían del fondo de la furia.
¡Cuánto heroísmo anónimo!
¡Cuántas madres, a pie, con sus hijos en brazos!
Luego, a lo largo de estos años, de estos últimos lustros, ¿cuántos huyeron? ¿Cuántos emigraron? Hace siglos, en tiempos de la Inquisición, vivía en Ávila una niña de ocho años. Un día tomó a su hermanito por la mano y se escapó de su casa. Recorrieron campos y montañas.
Por fin su padre consiguió dar con ella. Le preguntó:
–¿Por qué te has escapado?
–Quería irme de España.
–Pero ¿por qué?
–¡Para conquistar gloria!
–Lo mismo que dijo esta niña –Santa Teresa– hubieran podido decir tantos que se fueron: cientos de miles.
Y también los Goya, los Picasso, los Buñuel... Lo mismo hubiéramos podido decir los que en 1955 salimos de su España negra.
Para conquistar gloria, en el sentido más fascinante de la palabra.
Esa niña que se escapaba en busca del apoteosis, más tarde iba a sufrir en su carne y en su alma los golpes de la intolerancia de entonces: la Inquisición.
No vea en mí ningún orgullo. No me siento de ninguna manera superior a nadie y menos que a nadie a usted. Todos somos los mismos.
Usted debe escuchar esta voz que le viene volando por encima de media Europa, bañada de emoción.
Lo que le voy a escribir en esta carta podrían decírselo la mayoría de los hombres de España si no tuvieran sus bocas lacradas, es lo que dicen en privado los poetas.
Pero no pueden proclamar en voz alta lo que les grita el corazón. Arriesgan la cárcel.
Por eso tantos se fueron. Su régimen es un eslabón más dentro de una cadena de intolerancias que comenzaron en España hace siglos.
Quisiera que usted tomara conciencia de esta situación. Y, gracias a ello, quitara las mordazas y las esposas que encarcelan a la mayoría de los españoles. Este es el propósito de mi carta:
Que usted cambie. Usted merece salvarse como todos los hombres: desde Stalin hasta Gandhi. Usted merece ser feliz: ¿cómo puede serlo sabiendo el terror que su régimen ha impuesto e impone?
Mucho tiene usted que sufrir para crear en torno a usted la intolerancia y el castigo.
Usted también merece salvarse, ser feliz. España tiene por fin que cesar de emponzoñar a su pueblo.
¡Cuánta ceniza, cuántas lágrimas, cuánta muerte lenta entre funerales de chatarra al son de campanas podridas!
Este país era España. Sus reyes se llamaban, por ejemplo, Alfonso X el Sabio o Fernando III el Santo. Este monarca se proclamó el “Rey de las tres religiones”.
(Me siento orgulloso de llevar su nombre.) Imagínese la España de hoy aceptando las tres corrientes de pensamiento más populares en el país y apadrinándolas en toda libertad: la democracia, el marxismo y la religiosidad. Si usted delegara su poder al pueblo, ¡qué felicidad! Qué felicidad para usted. Qué felicidad para todos los españoles.
Pero la tolerancia constructiva que impregnó la Edad Media iba a cesar brutalmente. Los Reyes Católicos llegaron, expulsaron dos de las tres religiones, proclamaron el cristianismo religión obligatoria, por la sangre y por el fuego intentaron exterminar al judaísmo y al mahometanismo.
La noche más negra de la historia comenzaba en España, los quemaderos de la Inquisición se encendieron y sus intolerancias siniestras aún no se han extinguido.
Y hasta hoy reina un silencio de flores calcinadas, de interminables rejas, como un sordo enjambre de arañas en nuestros sesos. Aún en la España de hoy se sigue pudriendo en las mazmorras por delitos de opinión.
Por proclamar en alta voz el idealismo que abrasa el corazón, por pedir de la forma más sincera y pura un sistema diferente.
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