«…Sus detractores son muchos, pero ahora que ha terminado la guerra civil, que ha perdonado la vida a tantos enemigos, los sienta a nuestra mesa y hasta los ha propuesto para cargos públicos, ¿qué razones tienen para seguir odiándolo?...»
No sabes cuánto te echo de menos, amiga mía, y qué grande es mi deseo de que regreses pronto a Roma. Estoy muy desazonada. Ayer, mientras se celebraba la Fiesta de los Lupercos, ocurrió un incidente que no me ha dejado dormir en toda la noche, y a Cayo Julio tampoco. Aunque no suele quejarse ni hablar mucho, lo he sentido dar vueltas en el lecho e incluso murmurar en voz baja. Esta mañana tenía muy mal aspecto.
Desde hace años deseo ser madre, como sabes, así que me coloqué entre el público jus
to delante del templo de Vesta y enfrente del de Cástor y Pólux, con la intención de presenciar la carrera sagrada de los lupercos y salirles al paso para recibir su azote. Esta ha sido una de mis últimas oportunidades, pues Cayo Julio está preparando un ejército para ir a la tierra de los Partos y quién sabe cuándo regresará. En fin, recibí mi azote y deseé con todo mi corazón que propiciara mi vientre para quedar preñada. Esto te lo digo para que comprendas que estaba distraída en ese momento.
Me di cuenta, de repente, que había cesado el griterío y el público miraba hacia el templo de Cástor y Pólux, en cuyo podium Cayo Julio presidía la ceremonia junto con un grupo de magistrados y senadores. Marco Antonio había abandonado la carrera, en la que participaba en su calidad de Cónsul, y estaba de pie delante de mi marido ofreciéndole una diadema. Fue un momento terrible. La gente callaba, los senadores miraban a mi marido con odio y él se había quedado pálido como un muerto.
Cayo Julio hizo un gesto de rechazo con la mano, apartando de sí esa diadema que representa la odiada monarquía y el público rompió en aplausos. Sin embargo, Marco Antonio, no sé por qué razón, no he logrado comprenderlo ni me he atrevido a preguntarle a Cayo, volvió a ofrecérsela. Los romanos expresaron de nuevo su disgusto callando, y aplaudiendo cuando la rechazó. Y aún se repitió esta escena una tercera vez. Lo peor fue ver a mi marido alargar la cabeza hacia delante, y pasarse la mano derecha por el cuello para indicar que podían cortarle la cabeza cuando quisieran. Fue un momento espantoso que difícilmente voy a olvidar.
No sé qué pensar, amiga mía. No entiendo la conducta de Marco Antonio y me preocupa mucho la actitud de mi marido. ¿Por qué haría ese gesto de muerte? Y ¿por qué esta ciudad parece sedienta de sangre? Sus detractores son muchos, pero ahora que ha terminado la guerra civil, que ha perdonado la vida a tantos enemigos, los sienta a nuestra mesa y hasta los ha propuesto para cargos públicos, ¿qué razones tienen para seguir odiándolo? Estoy muy confusa y no sé si he logrado explicarme de manera coherente. En cualquier caso, me ha hecho bien escribirte. Contigo tan lejos, me siento muy sola en Roma y, créeme, tengo oprimido el corazón.
Escríbeme tan pronto recibas mi carta. Necesito tu consuelo.
Julio César, Joseph Mankievich (1953)
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La fiesta de los lupercos, que se celebrara todos los 15 de febrero de cada año, era un rito iniciático en el que un grupo de jóvenes muchachos corrían entre la multitud golpeando con una tira de piel animal a las mujeres que deseaban quedarse embarazadas y a los adolescentes que querían ver crecidos su poder gerrero y su madurez viril: en ese ritual de paso se visualizaba, así mismo, el ingreso de las sociedades antiguas en la etapa más voluptuosa de la civilización. La evocación de este suceso en la vida de Cayo Julio César, que tuvo realmente lugar, ha sido sobriamente ensayada en esta epístola por la novelista valenciana Isabel Barceló, que ha sido capaz de poner en evidencia la visión de Virgilio en su novela Dido, la reina de Cartago, de cuya gestación y trabajos todos fuimos teniendo noticia, diaria y pormenorizadamente, en uno de los blogs más aclamados y hermosos de la red, que la propia Isabel dedicó a las
Quede aquí constancia de nuestro agradecimiento.
Querido amigo, qué alegría he experimentado al ver en este espacio tuyo, tan entrañable y tan apasionado, la carta de Calpurnia. Me has hecho un gran honor al ponerla y la has honrado a ella también. Ambas te estamos muy agradecidas, más cuando de ese magnicidio hay tanto todavía por hablar... Conste que sigo trabajando la carta de Dido. Un abrazo muy fuerte.
ResponderEliminarEs un honor leer nuevamente la carta de Calpurnia a su amiga, me conmuevo, nuevamente, así como lo hice en el maravilloso tlempo de La Romana, un abrazo emocionado a los dos.
ResponderEliminarMaLena.
Interesante...No conocía la fiesta de los lupercos. Parece contradictorio... "golpear para que los Dioses te envien fertilidad" como si de un castigo se tratara.
ResponderEliminar¡Que bella pelicula! y ¡Que buen trabajo realizó Marlon Brando! :) Todos los grandes han muerto pero que buen legado nos dejaron.
Un abrazo Carlos
Una elección llena de arte y pasión la de la carta de Calpurnia. Admiro profundamente el arte de la maga de las letras, Isabel Romana. Me conmueve profundamente el relato de la historia desde el punto de vista doméstico, cotidiano, femenino: la preocupación de la esposa de Julio César y las confidencias a su amiga.
ResponderEliminarAportas también la fotografía de la película inmensa del gigante Mankievich.
Alabo tu gusto y tu sensibilidad artística.
Un besazo.
Isabel, acabo de llevarme una grata sorpresa.
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