Trostky con Zinaida Volkova |
11 de enero de 1933
A todos los miembros del Comité Central del Partido Comunista de la URSS
Al Presidium del Comité Ejecutivo Central de la URSS
A todos los miembros de la Comisión de Control Central del Partido Comunista de la URSS
Trostky, su esposa Natalia Sedova, y su hijo León Sedov, asesinado en París por orden de Stalin. Turquía, Alma Ata. |
Considero necesario informarles cómo y por qué se suicidó mi hija.
A fines de 1930 ustedes accedieron a mi pedido de autorizar a mi hija Zinaida Volkova, enferma de tuberculosis, a venir por un tiempo a Turquía, acompañada de su hijo Vsevolod, de cinco años de edad, para hacerse un tratamiento. No sospeché que detrás de esta actitud liberal de Stalin se ocultaba un motivo ulterior.
Mi hija arribó a este lugar en enero de 1933, sufriendo de neumotórax de ambos pulmones. Tras diez meses de residencia en Turquía, logramos obtener -a pesar de la oposición permanente de los representantes soviéticos- un permiso para que fuera a tratarse a Alemania. El niño se quedó en Turquía con nosotros para no molestar a la enferma. Pasado un tiempo, los médicos alemanes creyeron posible curar el neumotórax. La enferma empezó a recuperarse y soñaba tan sólo con volver con su hijo a Rusia para reunirse con su hija y con su esposo, un bolchevique leninista exiliado por Stalin.
León Sedov, hijo de Trostky, con su propio hijo |
El 20 de febrero de 1932 ustedes publicaron un decreto en virtud del cual, no sólo mi esposa, mi hijo y yo, sino también mi hija Zinaida perdíamos la ciudadanía soviética. En el país extranjero al que ustedes le permitieron viajar con pasaporte soviético, mi hija se ocupó únicamente de su tratamiento. No participó en la vida política, no podía haberlo hecho debido a su estado de salud. Evitó todo lo que podría provocar "sospechas" en su contra. El hecho de privarla de su ciudadanía fue un miserable y estúpido acto de venganza en mi contra. Para ella, este acto de venganza significaba romper con su hijita, su esposo, su trabajo y todo lo que constituía su vida normal. Su salud mental, ya perturbada por la muerte de su hija menor y por su propia enfermedad, sufrió un nuevo golpe, tanto más atroz cuanto que fue totalmente sorpresivo y de ninguna manera provocado por ella. Los psiquiatras declararon unánimemente que sólo el retorno a su situación normal, con su familia y su trabajo, podría salvarla. El decreto del 20 de febrero coartó precisamente esta posibilidad de salvarla. Todos los demás intentos fueron, como ustedes saben, en vano.
Trostky, con su hija Zinaida, que se suicida con 29 años de edad |
Los médicos alemanes insistían en que si se le permitía, al menos, reunirse con su hijo lo antes posible, había una posibilidad de devolverle su equilibrio mental. Pero las dificultades del traslado de Estambul a Berlín se multiplicaron puesto que el niño de seis años también perdió la ciudadanía soviética. Durante seis meses realizamos esfuerzos constantes, pero inútiles, en diversos países europeos. Sólo mi viaje inesperado a Copenhague nos brindó la oportunidad de llevar al niño a Europa. Con la mayor dificultad, éste realizó la travesía a Berlín en seis semanas. Pero no había estado con su madre siquiera una semana, cuando la policía del general Schleicher, de común acuerdo con los agentes stalinistas, resolvió expulsar a mi hija de Berlín. ¿Adónde? ¿A Turquía? ¿A la isla de Prinkipo? Pero el niño debía ir a la escuela. Mi hija tenía necesariamente que recibir atención médica permanente y condiciones de trabajo y una vida familiar normales. Este nuevo golpe superó la capacidad de resistencia de la enferma. El 5 de enero se asfixió con gas. Tenía treinta años.
Natalia Sedova, esposa de Trostky |
En 1928 mi hija menor Nina [Nevelson], cuyo marido fue encarcelado por Stalin hace cinco años y todavía se encuentra incomunicado, debió ser hospitalizada, poco después de que yo fuera exiliado en Alma-Ata. Se le diagnosticó una tuberculosis aguda. Me dirigió una carta puramente personal, sin la menor mención de cuestiones políticas; ustedes la detuvieron durante setenta días, de modo que cuando le llegó mi respuesta ella había muerto. Tenía veintiséis años.
Durante mi estadía en Copenhague, donde mi esposa inició un tratamiento para curarse de una grave enfermedad, y donde yo me preparaba para someterme a una cura, Stalin, por intermedio de la agencia TASS, ¡denunció falsamente a la policía europea que en Copenhague iba a celebrarse inminentemente una "conferencia trotskista"!. Eso le bastó al gobierno socialdemócrata danés para hacerle a Stalin el favor de expulsarme con premura febril, con la consiguiente interrupción del tratamiento que mi esposa necesitaba. Pero en éste, como en tantos otros casos, la unidad de Stalin con la policía capitalista obedecía a objetivos políticos. Aun así la persecución de mi hija no tuvo ni un asomo de sentido político. La pérdida de la ciudadanía soviética y, con ello, la única esperanza de volver a un ambiente normal y recuperarse, junto a su expulsión de Berlín (indudablemente un servicio que la policía alemana le prestó a Stalin) no constituyen más que un acto de venganza miserable y estúpido. Mi hija conocía perfectamente su situación. Sabía que no podía estar segura en manos de la policía europea, que la perseguía a pedido de Stalin. Era consciente de ello, y murió el 5 de enero. Se califica a esa muerte de "voluntaria". No, no fue voluntaria. Stalin la obligó. Me limito a informar, sin sacar conclusiones. Ya vendrá el momento de hacerlo. El partido regenerado lo hará.[1]
[1] Permítame el
lector tomarme la licencia de dedicar la edición de esta carta, con mucha
admiración y no poca melancolía, al historiador Lepoldo Moscoso Saravia,
gran amigo de mi juventud universitaria, militante entonces de la
L. C. R. y un excelente y culto conversador. Esta durísima
carta, en la que levanta la voz contra ese animal devastador que fue Josep
Stalin, apareció publicada originalmente en The Militant, el 11
de febrero de 1933. Sobre las circunstancias descritas en es asesinato de su hijo, en la red
podéis encontrar “El asesinato del hijo de Trotsky,
León Sedov”, de Antonio de la Serna, en el que merece la
pena detenerse.
León Trotsky