Alquimista que buscabas en tu obra el silencio perfecto.
La vida se hizo agua quieta en tu última mirada.
A mi amigo Humberto Rivas
Humberto Rivas, por Anatole Saderman
"Yo giré la cabeza y tu autorretrato, el que no te hiciste nunca, se mostró: arropado en un abrigo, ajeno a la realidad de tu entorno a la espera de subir los peldaños de la escalera del penúltimo misterio...los últimos peldaños hacia la luz infinita"
Fue un septiembre el último tramo del camino que compartimos, Humberto.
Habíamos mantenido muchas conversaciones en las que hablábamos de cómo nos marcó el Libro del desasosiego de Pessoa y su lucidez aplastante, de tu obsesión por encontrarte en El camino perdido de Proust, de tu pasión por Goya, Durero y Rembrandt y del tratamiento de la luz domeñada por el director de fotografía Sven Nykvist en el cine de Bergman. Fuentes que habían modelado tu concepción de la fotografía como arte y no sólo como documento. La política, el jazz, la música clásica..., todo despertaba tu interés.
En la Bienal de Tenerife asistí a uno de tus talleres y me senté con tus referentes: Avedon, Arbus, Anatole Saderman, tu gran maestro y amigo. Tu vocación como pedagogo tenía un componente esencial: sabías escuchar y te interesabas realmente por el trabajo de tus alumnos. Recuerdo que regresé al hotel sola, porque era imposible que dejaras a un alumno sin respuesta.Apenas sin darme cuenta, la mirada se posa en una de las fotografías que me regalaste, el espectro de un lirio en la línea del decálogo del tratamiento de la luz y la composición de Anatole Saderman.
Tengo que confesarte que ante algunos de tus retratos, en la vía de Diane Arbus, sentí rechazo y atracción. El retrato del perro de unos amigos se me quedó atravesado en la garganta: “¿Cómo alguien de trato tan amable como tú, Humberto, podía conseguir que un animal manso y tranquilo aparentara tal fiereza?“ La respuesta sonriendo me la dio María, tu mujer: “Le puso colmillos.” (En realidad le había atado un palo a la espalda para que levantara a mandíbula y mostrara la boca abierta). Provocabas que lo normal apareciera como anormal. Rompías la composición situando al personaje en el centro.
Tu mirada siempre directa, implacable, que transmutaba la esencia en materia.
Trabajabas en un espacio temporal continuo y obligabas a los retratados a que fueran conscientes de que lo estaban siendo. En ocasiones forzabas tanto la “escena” que los colgabas boca abajo. Tú habías ganado una vez más con tu técnica impecable capturando el alma del retratado, su verdadero ser.
Pasó un tiempo, demasiado. Viniste a verme a la editorial; cuando contemplé tu rostro tan querido noté cierta lasitud y tristeza que me preocupó. Supongo que en mi cara debiste ver reflejada mi preocupación por tu estado de ánimo y sin más te pusiste a llorar. Había muerto tu padre: nos abrazamos. Por primera vez te sentí frágil como un niño perdido, huérfano.
La última vez que fui al estudio acompañando a Ricard Mas, historiador de arte, para que le hicieras el retrato de la solapa del libro Universo Dalí, tu perrita estaba como perdida. Había enfermado al mismo tiempo que tú.
En la última estancia
Fue un septiembre el último tramo del camino que compartimos, Humberto.
Seguías viviendo en tu estudio, aunque habitaras en otro edificio en el que la memoria reciente te había abandonado. Tu mano yacía posada en una cámara imaginaria cuando nuestro común amigo Manel Esclusa te pidió que nos hicieras un retrato. Tu respuesta fue la del profesional riguroso que nunca dejaste de ser: “En el estudio, aquí no tengo la cámara de placas.“
Sin saber que ese jardín de ausentes en vida era la fotografía definitiva que tú buscabas: muros desconchados, peces boqueando en un pequeño charco, flores marchitas. Nadie como tú supo retratar la decadencia, quizás a modo de exorcismo, porque la habías conocido en seres queridos y la temías. José Carlos Cataño, con quien tanto compartiste, conversaba contigo de “minas” y aún se te iluminaban los ojos pícaros. No perdiste nunca la voz pausada porteña, tu lenguaje forjado en la lectura de Borges y mesurado en la práctica del ajedrez.
Se cumplió aquello que Pere Formiguera pronosticó en un relato del primer libro monográfico de tu obra en el que trabajamos juntos (iluminada la portada por el rostro de la pintora María Helguera, tu mujer) Formiguera te describía en el último proceso de secado del papel fotográfico que en una alquimia feroz se revelaba como tu propio autorretrato, radiografía de lo oculto.
Manel Esclusa, tu igual; José Carlos Cataño, tu poeta cómplice y yo nos despedimos aquel día de ti sin saber que sería el último. Me acerqué para darte un beso y me dijiste suave y dulce, como siempre, porque la enfermedad del olvido no había conseguido dañar ni tu palabra ni tu exquisita educación: “María y yo os debemos una cena. Recuerda que os esperamos.“
Manel y José Carlos se adelantaron unos pasos hablando entre ellos para contener las lágrimas que lograron despistar por un momento. Yo giré la cabeza y tu autorretrato, el que no te hiciste nunca, se mostró: arropado en un abrigo, ajeno a la realidad de tu entorno a la espera de subir los peldaños de la escalera del penúltimo misterio.
En ese año, en el que Koldo Chamorro y tú decidisteis dejarnos, te concedieron la Medalla de Oro al Mérito Artístico del Ayuntamiento de Barcelona. Dos días antes subiste los últimos peldaños hacia la luz infinita.
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Quiero manifestar mi agradecimiento por esta conmovedora carta a Carmina de Luna Brignardelli, una de las personalidades más impetuosas, informadas y brillantes que he conocido en la red. Lo que realmente me atrajo a su mundo tan abigarrado y tan complejo es, esencialmente, su nada común creación literaria, cuyas manifestaciones -muy poco a poco, para nuestra desgracia- se van dejando caer como la lluvia fina sobre la que ha sido una intensa actividad editora y de promoción cultural en el campo de la literatura, de la pintura y de la fotografía. En este punto quiero recordar que sobre sus hombros ha descansado buena parte -por no decir todos- de los méritos que hicieron de la editorial Lunwerg, fundada en 1979 por su propio padre, uno de los sellos más prestigiosos, elegantes y cosmopolitas del mundo del Arte, y una referencia ineludible en los ámbitos más especializados de la creación.