«Hay que ser muy fuerte para
situarse en este territorio de todos y de nadie que no sabe de patrias, ni
entiende de razas, religiones, clases o fronteras, pero quien lo logra, acaba
siendo reconocido como propio en cualquier lugar. En eso estamos. Más solos que
nunca. Más libres que nunca. Y con la conciencia de que no formamos parte de
ninguna mesnada... »
En Tarancón, a 28 de junio
de 2015.
C
|
aro
amigo
Dices bien: ¡cuánto nos unen y cuánto nos separan las palabras! Hasta los
antiguos tuvieron que inventarse el mito de Babel para entenderlo. Hablar el
mismo idioma ni siquiera es garantía de que puedas entender y ser entendido por
el semejante. Y no hay palabra humana que pueda contener semejante estropicio. Parece mentira, pero a pesar de las muchas
tragedias que nos han deparado, los grandes mitos nos siguen encerrando todavía
en esas habitaciones ocultas de la irracionalidad a cuyo amparo sentimos un
mínimo de sosiego: en mayor o menor medida, hoy como ayer, la raza nos separa,
nos separan las ideologías, las conciencias nacionales y de clase, la
orientación sexual o la experiencia religiosa. Por el "plato de
lentejas" que nos ofrecen los mitos para saciar nuestra hambre de
seguridad, los hombres nos hemos sometido a una mutua ablación interminable.
Bajo el peso de esos mitos, también las palabras han perdido su sentido
como herramienta para la comunicación y para la creación misma, y se han
convertido en navajas de filos bien cargados de veneno al servicio del
conflicto y el rencor. O participas de ellos –muchos lo hacen– o te satanizan y aíslas hasta que callas o
decides arrojarte de cabeza a la gehena. Sabes bien, querido Héctor, que en el
mundo de la poesía ocurre igual que en la misma vida de la que se nutre. Hay
quien convierte su palabra en un tambor tan sectario como deslumbrante al
servicio de galvanización de los mitos que nos separan, y los hay que, como tú,
convierten la palabra en “un puente entre la virtud más grande y la mayor
carencia”, esa del espíritu que somos y que nos hace, para bien y para mal,
terriblemente humanos. Hay que ser muy fuerte para situarse en este territorio
de todos y de nadie que no sabe de patrias, ni entiende de razas, religiones,
clases o fronteras, pero quien lo logra, acaba siendo reconocido como propio en
cualquier lugar. En eso estamos. Más solos que nunca. Más libres que nunca. Y
con la conciencia de que no formamos parte de ninguna mesnada...
Los poetas que tuvieron la fuerza para mantenerse lejos de esos mitos
sólo hablan del hombre, y lo hacen desde el hombre; no escriben del futuro, del
presente o del pasado, sino de lo que permanece en el tiempo, sobre el tiempo,
contra el tiempo, por encima del tiempo, inalterable como una cicatriz en los
mismos testículos del alma. Por eso, como ese Zorba el Griego que se desabotona
la camisa para ponerse a danzar un sirtaki sobre la arena de la playa, esos
poetas son entendidos en cualquier lugar, son admitidos en cualquier lugar, son
invitados a sentarse en la mesa de cualquier familia de cualquier lugar: y, al
acabar su canto, se sientan sobre una piedra para dejarse llevar por eso que tú
llamas –¡qué hermosura!– “el silencio reverencial de la pura creación”, y para
dedicarse el viejo arte de callar sin miedo a ser olvidados, pues saben que,
para decir algo que merezca la pena, es preciso haberse liberado del deseo de
querer decirlo todo…
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Carlos Morales
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El Toro de Barro
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Col. Cuadernos del Mediterráneo.
Ed. El Toro de Barro, Tarancón de Cuenca 2000.
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