viernes, 28 de septiembre de 2012

Carta a Pier Paolo Pasolini, de una mujer cuyo pelo arde...





Hay que dejarse caer en la entrañable mugre. ¿De qué sirve refundar el diccionario si el lustrabotas no sabe leer? ¿Para qué escribir acerca de lo que no se ama con una intensidad que calcina los huesos?


Mi pelo entró en combustión hace años. Hace años que estoy en guerra. Puede amarse a un padre que jamás se ha visto, puede verse a alguien que está muerto en las múltiples señales que su lengua ha dejado, puede tocarse a alguien que no se ha visto y está muerto. Te declaré mi padre sin hijos, para no resbalar y que mis rodillas sangraran sin parar y sin vendas a la vista. Necesitaba un hombre-faro que aullara intransigente hasta pocas horas antes de que las llantas de un auto le reventaran la cabeza en una playa. No he dejado de amarte. Mi amor besa tu boca infatigable para perpetuar tu voz y para que mi boca no se pudra, como una flor sedienta y lumpen que languidece sin que nadie se entere, en el baldío donde arrojan los desperdicios. Esta herética boca, mi trampa mortal y mi liberación en proceso continuo. ¿Cuándo se acabará la noche? Los lobos refinaron sus mecanismos de tortura pero la prótesis es tan barata que se cae al instante y revela la brutalidad del operativo.

Los que compramos las baratijas nos callamos. Es el mutismo deliberado y maloliente de los cómplices. Los que vienen al mundo para saber que ni siquiera les tocará una baratija en el reparto, callan porque la urgencia es el pan del día siguiente. Es el silencio de los que suben al tren con la mitad de los dientes y terminan reclutados como clientela fija de las cárceles. O de los sumideros personales. El sufrimiento adjudicado en la línea de partida no se enteró del concepto de globalización. ¿Cuántos desharrapados toman Coca-Cola en India? Ay, yo no sé dónde está Jesús. Lo he intuido en los ojos de mis perros, que no comen de los platos de Saló. Pero puede que solo sean los ojos de mis perros y eso me bastaría. Esa simplicidad elemental que lame mis cicatrices hasta el amanecer. Me bastaría la furia desencadenada del mártir, elegido contra su voluntad. Te designé mi padre porque supe que, a diferencia del mayúsculo y tantos otros filicidas, no me abandonarías. Necesitaba una oveja negra que inquietara a los altos mandos y me diera las cartas usualmente perdedoras, que atraviesan mi pecho como una aguja de plata.




Sos una preciosura. No intentaré redimirte de tus cacerías como mi empecinada Callas. Hay que dejarte ser. Hay que dejarse caer en la entrañable mugre. ¿De qué sirve refundar el diccionario si el lustrabotas no sabe leer? ¿Para qué escribir acerca de lo que no se ama con una intensidad que calcina los huesos? Que mis huesos sean arrastrados por tu viento impúdico, hacia la fosa común de los perseverantes. Si pudieras ver esta violeta que se abre lentamente en la madrugada insomne, como una criatura misteriosa y resuelta… Te fascinaría su diminuto resplandor y su obstinación en nublarte los ojos, aunque dure un verano. 
La naturaleza es amoral y seguirá adelante sin nosotros. En su brutal indiferencia reside la atracción irreprimible con la que nos imanta. Aparecen relojes de plástico y cámaras fotográficas sumergibles en el estómago de los osos y los tiburones. Los animales no saben lo que hacen cuando matan. Nosotros, sí. En el Cimitero Acattolico de Roma te imaginé de pie frente a la tumba de Gramsci, asediado por las asignaturas pendientes. Con las cenizas de Gramsci escribiste poemas ignífugos que a mí me serenaron. Tu rabia aquieta la trepidación de las hormigas en mi cabeza. Tu poesía salvaje en forma de rosa. Tu mejor juventud. Que piensen lo que quieran. Que nos despidan de las instituciones. Que nos ignoren en las academias. Que no sepan jamás que la vida nos resultó demasiado corta para tanto milagro escondido entre la podredumbre.
Me tiran del pelo sin cesar.



 Terminó por prenderse fuego. Quieren que use un reloj que mañana pasará de moda y que saque fotos de estériles arrecifes de coral, en una isla sin tesoros ni buques naufragados, arrasada por el turismo que toca la inútil superficie de las cosas. Quiero quedarme en casa pero no puedo. De algún modo tengo que salir. El lustrabotas desconfiará de mí y me pondrá un revólver en la sien, exigiendo el reloj y la cámara de fotos, para revenderlos a menos de la mitad de su valor en el mercado negro. Tendré que comprenderlo. Tendré que ponerme en su lugar. ¿Para qué nací si no sé cambiarme los zapatos? Debo ir hacia abajo, cada vez más abajo. A los baños de las estaciones de tren, a las zonas prohibidas, a la conjugación del dialecto de los desesperados. Estoy intentando soltarlo todo. Me enseñaron a tener, guardar y destruir. Que las chispas del pelo lleguen a mis manuales, para emanciparme del veneno cotidianamente declinado como un axioma y ejercitarme en la radicalidad de tus actos impuros, que no podrían ser más puros ni más tiernos.
Habrá que hacerlo de a poco. Agitar desde adentro, especializándose en la detección de los intersticios. Explorar las fisuras. Dispararle a las malditas sirenas que comen con las manos nuestro neurocórtex, mientras una baba lasciva chorrea de sus labios. Te sigo en el desierto. En los temblores de la mitología, que son los mismos que continúan haciéndonos temblar. Cuando la noche es un agujero sin fondo que me succiona sin piedad el entusiasmo, recuerdo las escenas de tu incandescente trilogía de la vida. Tu vocación de exhumar el goce y darle rienda suelta hasta que el cuerpo se empape y se derrumben las teorías. Me inyecto fotogramas de deseo. Todo deseo es político.



Te recuerdo, también, jugando. Tu carrera lúdica sobre el césped, con una modestísima camiseta de fútbol, es la demostración más evidente de que Saló no puede cantar victoria. Como aquella pelota de la que habló Dylan Thomas, la tuya todavía no ha tocado el suelo. Describe una curva que enciende mis ojos, como la trayectoria de una bengala arrojada al mar. Si que hay que pernoctar en una balsa, que así sea. Escupiremos a los transatlánticos. Tu mano me dará calor. Ya guardé en la mochila la imagen de la rarísima flor, violeta, que ha terminado de abrirse esta mañana. Las hojas que persisten en los tallos fueron destrozadas por un temporal. No te diré que esta flor abierta en los escombros te pertenece, porque estás en ella. Es tu retrato.
Que se queden definitivamente con mi pelo. Que tironeen y crean que han conseguido algo. El próximo verano volverá a crecer. Durante los años de combates sucesivos, en los que lloverá sin darnos tregua, pongámonos la flor de los barrios bajos, y la daga de decir que “no”, entre los dientes. Podría haberte susurrado estas palabras al oído. Pero vivimos para escribir lo que vivimos.
Sello esta carta con un mechón de cabellos incendiados. Mis dedos rozan tus pómulos intactos. Dejo que tus palabras vengan a mí.











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© De la carta. 
En caso de reproducción, rogamos se cite la autoría.


   

Mariel Manrique nació y vive en Buenos Aires. Estudió leyes e Historia. Escribe ensayos sobre literatura, cine y pintura para distintos medios de Argentina, Brasil y España. En 2009 publicó su primer poemario, La constelación de Andrómeda (Editorial Crack-up). Su segundo poemario, Rehenes, se encuentra actualmente en prensa.   Mantiene los blogs http://pajarodechina.blogspot.com y http://putasdebabilonia.blogspot.com y, en italiano y con Ruth Llana, http://pensieriinvoloradente.blogspot.com. Su escritura posee la delicadeza del brillo afilado de una navaja de plata. Su tajo es perdurable, pero limpio. Y quema.















miércoles, 26 de septiembre de 2012

Carta de Anne Finnegan a Lamberto Margulis (Roberto Fontarrosa)





Colección de Felipe Sérvulo


 

2 de Noviembre de 1987 



  Amigo Lamberto:




Como verá, yo también me he tomado el atrevimiento de pasar al tratamiento de "amigo", en lugar del impersonal "estimado". Es que, aunque a los súbditos de las corona nos cuesta admitir desequilibrios emocionales, le confieso que yo también aguardo con particular anhelo la llegada de sus líneas, siempre interesantes. Le aseguro que mi demora en contestar no obedece a ningún sentimiento que yo pueda albergar en desmedro de los latinos u otras sub-razas. Después de todo, no es usted un bosquimano o un malayo. Por otra parte, le aseguro que desconocía por completo la existencia de un conflicto en torno a las islas denominadas "Malvinas" o "Falklands". Es mas, ignoraba la existencia de las islas mismas ya que contemplar el mapa más abajo de la línea del ecuador me produce vértigo.
Le juro, Lamberto, que estoy estudiando con detención el mapamundi en procura de detectar la ubicación de su país. No me resulta fácil -poco propensa, como soy, a la cartografía- dilucidar dóonde se halla la Argentina entre tanta línea de puntos, ríos y elevaciones. Pero ya he señalado Guyana y Venezuela. ¿Es Argentina una superficie triangular, verde clarita? Me complacería me lo confirme. Con respecto a la servidora española, no tuvimos mas remedio que despedirla ya que nos destruyó gran parte de la vajilla al meterla dentro de la cortadora de césped con la sana intención de lavarla. El problema es que ella aduce no entender nuestro deficiente español y no se ha dado por enterada del despido. Se ha encerrado en el sótano y clama por su embajador. No es la primera desilusión que me llevo con gente no sajón, amigo Lamberto, pero espero que sea la última.
Cavilé mucho sobre su pedido de una foto mía. No soy del tipo de mujer que acostumbra a darse con facilidad, pero intuyo en usted un ser humano sensible y cuidadoso con las fotografías. Disculpe si, al arrancarla del álbum familiar, quedó adherido en el reverso un trozo de una foto de mi perro Excalibur sobre su cojín favorito. Hubiese preferido que nuestras fisonomías quedasen en el anonimato, ya que ello agudiza la imaginación y otorga un halo de misterio siempre beneficioso a una amistad, pero entiendo que un hombre desee conocer a su interlocutora. A la recíproca, también me veo movida por la curiosidad a solicitarle alguna foto a usted, ya que ignoro cuál puede ser el aspecto de alguien que viva en zonas tan alejadas.
Con respecto a la franquicia de llamarme Margery, déjeme pensarlo. Primero, porque no me gusta nada cuando las cosas se hacen de forma tan precipitada. Y segundo, porque Margery no es mi nombre. Si se fija bien en el sobre, observará que se trata del nombre de la calle, 17th Margery Street. Mi nombre es Annie.
Esperando su próxima carta, lo saluda,

Miss Finnegan.









  




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En caso de reproducción, rogamos se cite la autoría.