"Ahora sólo puedo decirte que acecho las tardes grises y neblinosas, para vagar desesperado por los viejos muelles de las riberas de Buenos Aires, esperando que la complicidad de un crepúsculo inédito y escurridizo como la película donde te encontré para siempre, desvanezca la ilusión de tu silueta en la punta de una calle, por donde se debe llegar a Dios. "
Te vi en "Pimpollos rotos" con tu trenza mansa, caída sobre tu grácil nuca de adolescente. Las indiscreciones de los cronistas cinematográficos me han revelado que tus quince años armoniosos en la pantalla son cuarenta o más en la vida real. ¡Qué me importa! La película de tu encanto es indestructible como tu adolescencia, como tu pequeñez, como tu puerilidad de muñeca, destrozada por un pisotón brutal en la tabla pringosa del muelle de Brookling.
Desde allí te rehizo mi culto y mi fe. Penumbroso como la escurridiza película donde tu padre es un canalla y Richard Barthelmess el chino enigmático y profundo que te adora como la encarnación de la Virgen musmé, de la Virgen María de los católicos, hecha musmé, en este sentimiento mío que llama a las puertas de tu corazón.
Lejana y gris, en admirable consonancia con tu apellido, mi pasión te ubicó en un cine de barrio. Llegaste a mi amor tarde, cuando ya tu imagen pura estaba desgastada por los cien mil ojos que devoraron tu cuita y por los cincuenta mil labios que bebieron tus lágrimas. Y por eso la tortura me llegó endulzada por la distancia, por la lejanía, por el insuceso presente, por esa vejez que marchita las películas apenas a los dos años de su filiación. Tu alma de estrella tan verdadera que se fue al cielo, aplastada por la brutalidad de un símbolo humano, la tuve en mis miméticos gestos de artista sin contrata. Y soñé encontrarte alguna vez en la encrucijada de las posibilidades, en el ómnibus de doble piso de la casualidad.
Pero pasa el tiempo. En la constelación cinemática eres una estrella apagada, muerta y gris. De tus divorcios nada sé, ni de tus futuros matrimonios, pero te imagino, heroica y desmantelada por el talco químico que abona blancor a la epidermis, mas no fecunda el campo de la juventud, en los institutos de belleza de Hollywood. Pretendes que la hábil incisión del cirujano, bajo la espantosa hinchazón de tus ojeras restablezca tu mirada de ángel. Vano empeño. El ángel ha muerto en los pimpollos rotos...
A pesar de todo te guardo mi constancia y mi fe. Eres la única mujer esquematizada en la pantalla que pudo alterar el ritmo sosegado y triste de mi corazón. Apenas si Evelyn Brent (el corazón es polígamo), pudo sobresaltarme cuando Bancroft, el gran malevo yanqui, impone sobre su agresividad de "flapper" la sojuzgación del amor.
Apenas si Lya de Putti llamó con cinco dedos de oro a la puerta opaca y sorda de mis sentidos, cuando Emil Jannings, el alemán genial, compara mentalmente su juventud de Reina de Saba entre basuras, con la caediza carne de su infortunio conyugal.
Pero tú eres la poesía. Las otras son la realidad, lo vistoso, lo conveniente para pasear por los bulevares con tu regio tapado de petit gris. Tú eres la muchacha de las romanzas, de las canciones dulces y lacrimosas que entonan los balleneros de Jack London, cuando están muy borrachos y avistan el puerto.
El día que me antojó esta declaración de amor, casi te había olvidado. ¡Qué quieres, mi dulce Lillian! Buenos Aires es poderosa y tentacular, y están en sus calles las mujeres más bellas del mundo. Y también las más altivas y las más orgullosas.
Las mujeres que cruzan, lejanas y superiores, sin que el fango de la calle manche la campánula de sus faldas y hasta las que sólo es posible llegar en la marejada de los instintos que fluyen y refluyen, con la exasperación sensual por bauprés.
Pero Josefina Baker me trajo tu recuerdo asido de los cabellos. Cuando escuché su dulcísima "Pretty little baby", esa barcarola lánguida, esa cantilena maravillosa, esta balada inglesa de la que sólo entendí la palabra "baby", mi alma se asió a tu evocación. Eras la "baby" de mi conciencia de naviero en los muelles de San Francisco, condenado al periodismo en Buenos Aires, por un destino grotesco.
Tengo la tranquilidad de que no leerás nunca esta página triste y angustiada que te recuerda. Si la vieras, su imperfecto castellano te será casi tan misterioso como el alma misteriosa de aquel oriental que vistió sobre tus harapos de rata de los muelles la túnica de las Hijas del Sol, en la fría desolación de su almacén de cachivaches. Pero esta página donde te confieso mi amor absurdo y desesperado estará un día reflejada en la placa prodigiosa del infinito donde deberemos encontrarnos.
En ese fin del mundo hacia donde fugan las almas de los que mueren en las películas -porque la muerte es una cosa muy seria, querida Lillian, y existe aun en la mezquina condensación del celuloide-, deberemos encontrarnos, y..., ambos sin contrata.
Seremos los "extras" de un sentimiento que tú explotaste en tu arte y yo desvirtué en mi trabajo. Seremos los "extras" del amor y pondré en tus pies las babuchas de mi adoración, y te besaré en la frente sin intimidarme por tu semblante abotargado bajo las costras lamentables del cold-cream, desde que ya no visitas los institutos de belleza de Hollywood.
Para entonces emplazo nuestro encuentro. Ahora te expreso la antelación de mi cuita y de mi zozobra, porque te dejé por muerta en la trágica estancia de los pimpollos rotos, con un clavel de sangre en tu frente de virgen de la pureza.
Ahora sólo puedo decirte que acecho las tardes grises y neblinosas, para vagar desesperado por los viejos muelles de las riberas de Buenos Aires, esperando que la complicidad de un crepúsculo inédito y escurridizo como la película donde te encontré para siempre, desvanezca la ilusión de tu silueta en la punta de una calle, por donde se debe llegar a Dios.
Nicolás Olivari
Carta publicada en El hombre de la baraja y la puñalada y otros escritos sobre cine , Adriana Hidalgo Editora, 2000.
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