Camino de Treblinka |
Jaime
No te conocí hasta que hurgando en las páginas de Carlos Morales, me tropecé con tu poema “Nunca Korczak llegó a Jerusalén". Te referías a aquel gesto de Janus Korczac de acompañar a los niños que él protegía al campo de exterminio de Treblinka. Y lo que allí dices, sobre ese Mal con mayúsculas, del cual de alguna manera todos somos culpables, me tocó de una manera tan honda que ahora te llevo conmigo cada vez que un dolor trastoca la risa de un niño, o cada vez que estalla una mina, o un disparo alcanza el asombro mayor de la vida.
Al leerlo, escribí: Estas palabras
estrujadas unas con otras, como los niños con Janus, quiebran todos los moldes.
Se salen de las clasificaciones, se desbordan de los papeles y de las
nomenclaturas. Y es lo que queda de pie como estandarte, hasta que alguna vez,
-si es que alguna vez será- que nos sentemos como hermanos y el Mal con
mayúscula deje de ser ese obsceno misterio que nos engulle, destroza,
inhabilita, trastorna, hasta convertirnos en meros espectadores.
En el poema de Vándor no hay nada que distraiga. Todo el texto
es esa gota de dolor que hay que colocarse en la lengua, hasta que de tanto
arder, entendamos que mientras nos creamos al margen, no tendremos las manos
limpias y que seremos culpables hasta que podamos hablar de la última masacre
del hombre contra el hombre. Esto no es literatura, y como diría León Felipe,
es una estopa en la garganta.
Ahora, Jaime, me he asomado a otro poema tuyo que titulaste "Hijos",, en el cual dices: “Hijos del dolor / no es culpa
vuestra / mi reloj asigna lejanos lutos / duelo de personas que no he
conocido / manecillas enloquecidas me hostigan / ¡ay, ruta solitaria! / y esta alforja de plomo... Y a ellos quieres pedirles perdón.”
Y sin embargo, Jaime, todo
ese dolor no es algo por lo que tengas que excusarte. Hay un destino en
cada cosa, cada tiempo y cada ser. El que se extingue para reverdecer y el que
sobrevive para extinguirse con el peso atroz de todo aquello de lo que fue
actor y testigo, sobre una piel desguarnecida y un corazón sin costillar que lo resguarde.
Y
eres tú, Jaime, y ese penar que se cimbra sobre cada uno de tus días, el
destino que nadie sino tú podías cumplir. Tú llevas en el interior de tus
vacíos, la mirada de ese niño que Janus llevaba sobre su pecho, camino hacia su
propia extinción, y su abrazo colgado del miedo de esos niños,
reinventando desde la muerte el contenido mayor de una alegría que te la
dejó a ti, envuelta en el tremor de sus noches.
Cada uno cumpliendo el segmento de una
elipse que aún no se fractura para dejar salir el canto que yace entre las
cenizas, aguardando.
Qué perdón vas a pedir, si los hijos a
su vez son testigos de un horror que no se acaba, de una masacre que no es la
última, presenciando, como lo llamaste, el obsceno misterio de un Mal, que
cambia de paisaje y de retórica, de abecedario y vestidura, pero que sigue
infringiendo las mismas heridas y abriendo las mismas sepulturas.
Sólo que ahora la muerte se fracciona,
se divide, para que su orfandad no sorprenda o despierte al hombre de su inútil
vigilia a los márgenes del morir.Si no fuera por ti, y quienes como tú
tienen la misma gota de dolor enastada en la lengua, qué de olvidos se
esparcirían por las tierras para hacernos creer que alguien ha podido
exterminar el mal. Has cumplido con creces tus deberes,
Jaime, como si hubieses hecho el viaje con Janus y sus niños, hacia unas
hogueras que no se han extinguido. Tus hijos, lejos de no perdonarte, donde
quiera que estén, honrarán la dimensión de tu sacrificio, el tamaño de tu valor
y tu valer, porque no sólo, al modo de Janus, tomaste para ti el peso de los
ausentes, sino que asumiste esa culpabilidad que todos tenemos, en las masacres
de ayer y en las de hoy, porque aún no hemos dejado que colectivamente hable el
corazón, sino a través de esa lágrima tuya, individual, única, que como
la de León Felipe, no alcanza a reventar los muros del Mal.
Sólo que debes saber, en el interior de
ti mismo, que tu sacrificio, como el de Janus, como el de los niños que Janus
acompañó en su destino, harán posible que algún día eso ocurra, que el Mal se
extinga, que prevalezca la ternura, que el Amor se haga la fuerza que mueva los
engranajes del mundo.
Hoy nos dice Carlos Morales que andas
aquejado de salud. Y me apresuro a escribirte porque nunca pude llegar a tus
orillas a decirte cuánto significas en las propias batallas que libro contra el
Mal con mayúsculas y las Males diminutos y fraccionados que se cuelan hasta por
los intersticios de los ventanales en los que crecen las florerías.
Y esa tristeza se le adhiere a los hijos
y a los nietos, a quienes de alguna manera, como tú, suelo aguarles la alegría,
con esa alforja de plomo que a veces se me atraviesa en la pupila.
Sólo que la recojo y la convierto en
alas de pájaros para que ellos puedan sobrevivir los males de este tiempo con
una dosis de magia y de misterio, con unas hojas de trébol guardadas en las
páginas de un libro, y una hoja seca recogida en medio de un otoño único.
Hoy te envío todos mis talismanes
enhebrados en el galope de caballitos de mar, en el piquito de un azulejo, en
el suspiro que dejan en el aire las mariposas, y en el trozo de canción que le
regalamos al porvenir.
Ellos llevan poderes sanadores pero por
sobre todo, una melodía que acaricia el corazón, un palomar de versos
inconclusos, un paisaje tallado en los ojos de un niño que aún no ha salido de
su propio asombro. Es decir, Jaime, algunos de los ingredientes de los que
estará hecho el porvenir.
Y te los dejo a orillas de tu tristeza,
al borde de tu dolor, en el dintel de tus angustias, para que los siembres en
el envés de tus pupilas, como un solar de mandarinares.
Con todo mi afecto
Mery Sananes
19 de
octubre del 2012
Editada en el blog Embusterías, de Mery Sananes
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