Bliss, de Darren Holms
A la playa
de Ítaca
me
trajeron dormido,
un cuerpo
inerte sólo.
Primero
no me
reconocieron
y después
nadie me preguntó
nada.
He matado
a los pretendientes.
Y más
no tengo
que navegar.
No tengo
que inventarme.
No tengo
que inventar nada.
No tengo
que ser
otro.
No tengo
que ser.
Ni
siquiera yo
sueño con
Odisseo.
Mi fuga
a lo real
se ha
cumplido.
El ángelus, de Millet. |
Tarancón, en la madrugada del
27 de octubre de 2012.
Querida Zhivka
Si algo me fascina de Zhivka Baltadzhieva es la extrema sobriedad
de su escritura. En este Ulises
que aquí te dejo colgado de la noche más larga, sólo hay –sí– dos
adjetivos, dos –dormido e inerte– miserables
adjetivos. Están ahí con humildad, como dos campesinos que pintara
Millet rezando su ángelus en medio del silbo de los pájaros domidos de
un trigal de Francia. O como dos mendigos, sí, esa es la imagen, como
dos mendigos con el
sombrero en la mano y la cabeza descenciendo hacia los suelos, como si
supieran que están sentados a
la mesa sólo y nada más que por piedad.
Sí. Tengo la sensación de que si tomara
cualquiera de sus poemas y los arrojara por la ventana inclinada de la
buhardilla en la que hasta hace poco tiempo dormía mi pequeño Amós, Mi Rey de las Palabras,
el poema se
quedaría flotando en el aire como una camisa blanca puesta
a secar al sol de la mañana. Yo, en verdad, esto es algo que he visto
muy, pero
que muy pocas veces. Hay, querida Zhivka, mucho valor en enunciar de
este modo en un poema a la retórica, a la
profusión, a la proliferante multitud de palabras deslumbrantes que
tantas veces bajan del serrallo del modo en que lo hacían esas manadas
de bisontes salvajes con que, a veces, se presentan vestidas la verdad y
la belleza, y en la que no pocos solemos guarecernos porque nos falta
valor para ponernos delante. ¿Ves? Hasta yo mismo lo acabo de hacer. Lo
de Zhivka es como montar un caballo
a pelo, sin albarda ni cincha ni silla de montar: hay que estar muy
seguro de
sí mismo, hay que tener muy claro lo que se quiere decir, y arrojar
luego todo
lo demás a la gehena, hasta la misma vida, al negror de la gehena...
Lo asombroso es que esta desnudez, esta deslumbrante
austeridad, se basta por sí sola para sostener sobre sí la conciencia de que la
vida, la propia vida de Zhivka, no es otra cosa que un milagro. Salvo en Celan,
jamás he visto una poesía tan llena de orfandad y de silencio. Aquel sobrevivió
al genocidio nazi; Zhivka a la barbarie comunista: helos ahí, a los dos,
culpables ante sus propios ojos de haber sobrevivido a la tragedia; y que se atrevan
-ambos- a enfrentarse al peso de su culpa con palabras nunca más desnudas ni más
solas sólo es propio de los Hijos del Valor: lo suyo al coger su Lapicero Santo es algo parecido a ese torero que
nunca existió y que, después de descalzar sus pies y de arrojar muy lejos la
espada de matar y el capote rojo del engaño, se planta frente al Toro, y lo mira a los ojos, suspendidos en el aire los dos, quietos los dos, así, mirándose, mirándose,
mirándose, sí, pero frente a frente y como dos iguales, con la certeza de que
uno de los dos no llegará a la noche…
Zhivka se enfrenta al poema así. Lo sabe muy bien: cuanto
más desnuda y breve la expresión de la muerte y de la vida, más anchas son el
anisa de vivir o de morder la muerte.
Ella es Ulises.
Es recogida del agua como un cuerpo
desnudo e inerte, semejante al del muchacho que yace en la orilla del
lago
porque Darren Holmes lo ha pintado allí, como un dios dormido con una
corona de flores en la frente. A Zhivka la arrastran a Ítaca y la
ignoran y ni
siquiera se percatan de quién es esa mujer delgada como un junco crecido
a la
orilla de un río que nadie sabe adonde va. “Ya no tengo que navegar”
más, nos canta con una frialdad
que asombra. Odiseo ha muerto y sólo quedo yo –nos dice–, Ulises, la que
vuelve
a una patria que no la reconoce. Ya no sueño con él; “ya no tengo que
inventarme” ni “ser otro”, ya ni siquiera “tengo que ser”: sólo sé
que estoy ¡viva, viva, viva”, y que “mi fuga / a lo real / se ha
cumplido”
ya…
Viva.
Y sola.
O viva.
Viva.
Y sola.
O viva.
Oh, mi pequeña muchacha, ¡quién, dime, quien te robó la
chiquez!..
Estás viva, sí.
Y yo lo celebro
con un silencio pequeño y extendido como una sábana blanca en medio de
la noche, y
brindo, también por ti, por la patria que no sé si algún día podrás
encontrar en algún sitio que no sea tu porpio y cansado corazón.
Si, brindo por
ti, amiga mía, con lo poco que queda -en la
vieja tinaja de un toro cansado-, del vino alegre que un día traje de
Jerusalén, cuyo dulzor creciera en las viñas que danza como pueden en
las laderas del
Monte Carmelo…
Tu amigo
Carlos
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